Tras un fuerte madrugón, un vuelo interno en dos fases (Aurangabad-Bombay y Bombay-Cochín) nos llevó a Cochin (nombre oficial Kochi), en el extremo sur del país.
El desembarco en esta urbe del estado de Kerala (unos 600.000 habitantes, 1,5 millones con su cinturón metropolitano) provocó algunos cambios visibles: el calor se hizo ostensible, el paisaje verde y menos chabolas y mejores casas.
Nada más aterrizar nos llevaron a comer (bastante bien, como en casi todo el viaje) a un hotel próximo al aeropuerto. De allí, directos al palacio Mattancherry, que no es un lugar espectacular pero sí interesante. Construido a mediados del siglo XVI por los portugueses como regalo al rajá de Cochín, unos años después pasó a manos de los holandeses y de hecho es también conocido como el Palacio Holandés. Había muchos escolares haciendo cola para entrar ese día.
El antiguo palacio es ahora casi un museo pese a su limitado tamaño, dos plantas cuadrangulares con numerosas habitaciones conectadas unas con otras sin pasillo. En las paredes, pinturas, adornos, y por todos los lados muebles. Y unos techos decorados con artesonados de gran interés.
Desde sus ventanas se vislumbraba uno de los canales que dan fama a Kerala, son su principal atractivo turístico y a los que dedicaríamos gran parte de la estancia.
Aturdidos por el largo viaje y el madrugón (nos habíamos levantado a las cuatro de la madrugada), en este palacio fuimos testigos de un incidente por el tema ya mencionado de los guías locales. Gulab nos estaba explicando la historia del recinto en su interior cuando se incorporó otro guía que quería hacer lo mismo en inglés. No entendíamos nada y, desde luego, preferíamos las explicaciones en español. Gulab habló, discutió incluso, con su competidor. Se alejaron un poco para llegar a un acuerdo y al final Gulab nos dijó que tenía que cederle el puesto allí dentro. Molestos, gente del grupo empezó a silbar al nuevo guía, provocándose un momento de cierta tensión. Al final, la cosa no fue a más y Gulab tradujo en lo posible sus explicaciones, aunque con cara seria, pero el encanto de la visita se había difuminado.
En Cochín se muestran orgullosos de atesorar la iglesia más antigua de la India, la de San Francisco, construida en 1503 por los portugueses. Este templo fue testigo de los devenires de la historia de esta zona de la India, ya que tras una larga etapa portuguesa llegaron en 1663 los holandeses, que destruyeron los templos católicos salvo este. Un siglo después la ciudad pasó a manos británicas durante casi dos siglos, hasta su independencia.
En este iglesia fue enterrado inicialmente el explorador portugués Vasco de Gama tras su fallecimiento en 1524, pero catorce años después su cuerpo fue trasladado a Lisboa. Vasco de Gama dirigió los primeros barcos que llegaron a la India desde Europa.
Otra importante iglesia que visitamos fue la de la Santa Cruz, una de las ocho basílicas existentes en la India. Es también la catedral de la diócesis de Cochín.
El templo ha tenido una historia azarosa. Empezó a construirse a comienzos del siglo XVI y ya en 1558 el papa Paulo IV la nominó como catedral. Sin embargo, no le fue bien con los holandeses, que la convirtieron en un almacén, pero mucho peor con los ingleses, que demolieron el edificio original en 1795.
Un siglo después, a fnales del XIX, el entonces obispo de Cochín lideró la construcción del templo actual, que continua siendo catedral.
Además de las iglesias, visitamos durante un rato la zona adyacente y el barrio judío, lleno de comercios, animación y bastante estructurado, parecía de gran interés.
No es que fuera de estilo europeo, con aceras, pero ofrecía una imagen de orden, limpieza y tranquilidad que invitaba a pasearlo.
Y junto al canal donde se encuentra la ciudad pudimos por fin conocer las redes chinas, de las que habíamos oído hablar. Este sistema de pesca es sencillo: una red enganchada en sus extremos y colgada de un anclaje sujeto en tierra.
Para pescar, se hunde en el agua y pasados de cinco a quince minutos se levanta con la correspondiente carga de peces. En los alrededores había pescadores ofreciendo su mercancía.
Para pescar, se hunde en el agua y pasados de cinco a quince minutos se levanta con la correspondiente carga de peces. En los alrededores había pescadores ofreciendo su mercancía.
La tarde concluyó con la asistencia a una representación de Kathakali, un arte escénico popular en Kerala.
Vimos dos actuaciones. En la primera, arriba, un único artista, generosamente maquillado, bordó (o eso nos pareció) un trabajo basado en la mímica en la que todo gira alrededor del movimiento de sus ojos y de los dedos. Obviamente, no entiendes nada de lo que dicen ni sabes de qué va la cosa. Pese a ello, engancha y atrae, provoca interés. Tiene nivel y sin duda gran dificultad.
A continuación presenciamos una segunda representación a cargo esta vez de dos actores provistos de complicados trajes, uno de ellos, el que hace de varón, con un gorro y un maquillaje espectaculares (el actor anterior). Se trataba de una historia de amor bellamente interpretada, con movimientos y una actividad gestual más intensa que en el primero. Muy satisfactorio.
Al día siguiente, paseando por Cochín, en una tienda exhibían un maniquí con un atrezzo muy similar, salvo los colores, al de uno de los actores.
Afortunadamente, el programa incluía un par de horas de paseo por el barrio judío y el cercano de pescadores, un tiempo que se nos hizo escaso.
Abundan las tiendas, los hoteles y se encuentra en el área del puerto.
Los locales de artesanía, a veces con propuestas llamativas, como las de la foto siguiente, y las de antigüedades, asoman por las principales calles del barrio.
Nos fuimos de esta antigua ciudad colonial con muy buen sabor de boca. Aparte de lo que pudimos ver, por la imagen que adivinamos en los trayectos de autobús.
También relaja pasear por las calles sin el agobio de los insistentes vendedores callejeros, aunque con el paso de los días poco a poco te acostumbras, pero ni mucho menos normalizas esa presión. En una de las tiendas nos identificó como españoles su propietaria hablando un correcto castellano, producto de su año de estancia en Barcelona. Una chica muy agradable.
Y en ocasiones, y sin pretenderlo, encuentras algún curioso detalle arquitectónico.
Un rato después, y con buen estado de ánimo pese al calor (¡estábamos en invierno, qué será en verano!), abandonamos Cochín.
Teníamos por delante tres horas de autobús para recorrer 100 kilómetros con la finalidad de llegar hasta Allepey, donde se encontraban los barcos para un recorrido por los canales (backwaters) de Kerala. Por tanto, la media de velocidad seguía siendo la misma que en Aurangabad. El paisaje merecía la pena: vegetación exhuberante, muchas palmeras, campos de arroz, plataneras, enormes vías de agua y por medio, semiocultas entre la vegetación, casas y viviendas.
Llegamos así a la zona de embarque, donde el grupo se distribuyó en ocho barcos para el tour acuático.
Son embarcaciones chulas por dentro y obviamente desde el exterior, y muy bien acondicionadas: dormitorios con baño, comedor y zona de estar al aire libre o semiabiertas. Sin embargo, con la caída de la tarde fue preciso cerrarlas o descorrer mosquiteras. Calor y humedad son un caldo de cultivo para todo tipo de mosquitos.
Las había de diversos tamaños, en nuestro caso una de cinco personas con tres dormitorios. Y lo más importante, como en el barco de la fotografía superior, la zona de estar semiabierta (a la izquierda de la foto superior) donde se hace la vida.
Al instalarnos cada grupo hizo su particular provisión de cervezas ya que lo demás está incluido. Tras ello nos acomodamos para disfrutar el momento.
Iniciamos así un paseo, cuyo recorrido grabó nuestro amigo Álvaro, que duraría hasta la mañana siguiente después del desayuno, que también hicimos a bordo. El paisaje es para perder el gusto.
Cada barco lleva varios tripulantes: capitán, cocinero y camarero, una elevada proporción para cuatro o cinco pasajeros. La comida y la cena estuvo bien, como se aprecia en la imagen, a base de arroz, verduras y pescado, y un rato después té masala. Siempre de sobra.
Nuestro dormitorio del barco |
Nos dijeron que hay un millar de barcos de este tipo realizando minicruceros turísticos. Nos cruzamos con bastantes y parece una importante fuente de actividad en la zona. Como todos los que hacen algún servicio a turistas, además del sueldo reciben propinas que puede llegar a ser una parte relevante del salario total. El nivel de vida en India es bajo para un europeo, con un cambio en nuestro viaje de 75 rupias por euro. Los sueldos oscilan entre 150/200 € para un operario a 400/450 € en el caso de un funcionario de cierto nivel. Prueba del nivel de vida es que los billetes de papel empiezan ya en 10 rupias (14 céntimos de euro).
A media tarde paramos en un pueblecito llamado Champukalam, donde hay una pequeña ristra de tiendas y dimos un pequeño paseo para estirar las piernas. Existe allí una enorme iglesia, S. Mary, que parece antigua.
El entretenimiento en el barco es disfrutar del paisaje, a lo que todos nos dedicamos.
También a charlar, tomar una cerveza y disfrutar del momento.
Aunque hubo quien optó por el taichi para activar una tarde muy relajada.
Y, por supuesto, a contemplar la actividad incesante en las orillas, donde vemos que lavan ropa y se bañan .
En Kerala los canales están a un nivel superior al terreno por el que discurren, y a veces un pequeña murete artificial de tierra mantiene el agua bajo control.
Pero en la época de lluvias son frecuentes las inundaciones, como las que habían tenido lugar un par de meses antes provocando grandes desastres y muchas víctimas.
Pasadas las seis de la tarde, ya con poca luz, los barcos se detuvieron en distintos embarcaderos en medio de la nada.
Salimos la mayoría a dar un paseo por los campos cercanos, donde vimos campos sembrados, casas y vecinos y algunas construcciones tipo apartamentos.
Mientras, en el barco terminaban de preparar el refrigerio.
Salimos la mayoría a dar un paseo por los campos cercanos, donde vimos campos sembrados, casas y vecinos y algunas construcciones tipo apartamentos.
Mientras, en el barco terminaban de preparar el refrigerio.
Volvimos al barco y tras la cena no había otra cosa que hacer que irse a dormir sintiendo el discurrir del agua bajo nuestros pies. Fuera, imposible estar por los mosquitos y, a la vez, el viento amenazaba con una tormenta que al final se quedó solo en un pequeño chaparrón.
Por la mañana el barco se puso en marcha muy pronto, con todos los demás barcos alrededor.
Al rato desayunamos y, una vez atracados, a las 8.30 estábamos ya en el bus en dirección al siguiente destino, esta vez en el interior del estado de Kerala: las montañas de Wayanad.
No lo sabíamos, pero el viaje hasta el Windflower Resort iba a ser otra inmersión sin anestesia en la realidad india. Como acabamos de indicar, a las 8.30 iniciamos la marcha y teníamos por delante 320 kilómetros, que no concluimos hasta exactamente las 20,30 horas. Cierto es que hubo una parada como de una hora para comer y un par de ellas más de media hora, por lo que se quedaron en diez horas netas, de nuevo a una media de treinta kilómetros a la hora. La sencilla explicación es que la carretera, con un carril en cada sentido, estaba atestada de coches, camiones, autobuses, peatones y algunas, pocas, bicicletas. Se atravesaban innumerables pueblos, a veces de forma casi continuada; y había tenderetes y gente por todos lados. En fin, un día para charlar con Gulab de la vida en la India, de sus costumbres, de las parejas y las bodas, y de ver el país desde una ventanilla.
Sobre las seis de la tarde cambió el paisaje y el bus enfiló la subida a las montañas, lo que ralentizó la marcha y complicó más la circulación, ahora en una carretera de curvas y con precipicios en los que se sucedían los camiones, los más bravos a la hora de adelantar sin importarles las curvas. Nuestro conductor sin duda era bueno, pero nos asustó el sistema de adelantamientos en curva sin visibilidad y por si fuera poco en medio de la oscuridad.
Encontrar el resort al llegar no fue sencillo. Pasado el pueblo de destino fue preciso localizar un camino de tierra descendente con desniveles donde el bus era como un elefante paseando por un lugar angosto y con mal firme. Bajadas y más bajadas hasta que llegamos a un punto donde no había opción de seguir. Nos esperaban varios jeep para subirnos y subir los equipajes hasta el hotel .
Era noche cerrada y estábamos cansados. Después, a instalarnos, cenar rápido (muy bien) y a la cama, que debíamos madrugar para ir a la reserva de animales. Las habitaciones eran confortables y tenían hasta terraza. Estaban situadas prácticamente en medio del bosque, a modo de bungalows.
No lo sabíamos, pero el viaje hasta el Windflower Resort iba a ser otra inmersión sin anestesia en la realidad india. Como acabamos de indicar, a las 8.30 iniciamos la marcha y teníamos por delante 320 kilómetros, que no concluimos hasta exactamente las 20,30 horas. Cierto es que hubo una parada como de una hora para comer y un par de ellas más de media hora, por lo que se quedaron en diez horas netas, de nuevo a una media de treinta kilómetros a la hora. La sencilla explicación es que la carretera, con un carril en cada sentido, estaba atestada de coches, camiones, autobuses, peatones y algunas, pocas, bicicletas. Se atravesaban innumerables pueblos, a veces de forma casi continuada; y había tenderetes y gente por todos lados. En fin, un día para charlar con Gulab de la vida en la India, de sus costumbres, de las parejas y las bodas, y de ver el país desde una ventanilla.
Sobre las seis de la tarde cambió el paisaje y el bus enfiló la subida a las montañas, lo que ralentizó la marcha y complicó más la circulación, ahora en una carretera de curvas y con precipicios en los que se sucedían los camiones, los más bravos a la hora de adelantar sin importarles las curvas. Nuestro conductor sin duda era bueno, pero nos asustó el sistema de adelantamientos en curva sin visibilidad y por si fuera poco en medio de la oscuridad.
Encontrar el resort al llegar no fue sencillo. Pasado el pueblo de destino fue preciso localizar un camino de tierra descendente con desniveles donde el bus era como un elefante paseando por un lugar angosto y con mal firme. Bajadas y más bajadas hasta que llegamos a un punto donde no había opción de seguir. Nos esperaban varios jeep para subirnos y subir los equipajes hasta el hotel .
Fely y Alfonso, en la recepción del Windflower |
Habitación del resort |
A las cuatro de la mañana estábamos en pie a fin de llegar al parque nacional antes de las siete.
Nosotros cumplimos pero hubo que esperar, aunque por suerte en ese momento ignorábamos que había tongo.
Llegado el momento nos distribuyeron en vehículos todoterreno y, con mucha niebla, nos dirigimos a ver animales, supuestamente elefantes, ciervos y hasta, con suerte, tigres. En nuestro caso teníamos muy presente el viaje tres años antes al sur de África (Sudáfrica, Namibia y Bostwana) y esperábamos algo similar, o siquiera parecido.
Nos habían dicho que serían dos horas y media de excursión y desde el vehículo, con una visibilidad muy deficiente, nos esforzábamos en ver algo de interés, pero el guía se limitaba a señalarnos huellas de arañazos de supuestos tigres en los árboles que no llegábamos a identificar, termiteros y enormes arañas con sus grandes telas, visibles por el rocío.
Tras un rato apareció un elefante que fue el gran descubrimiento de la jornada, pero ahí se terminó todo. Hasta dudamos que el elefante no fuera doméstico. Y a los 45 minutos, cuando creíamos que el tour estaba en su fase inicial, salimos a una carretera y al poco rato nos devolvían al punto de salida. Estábamos confundidos y claramente enfadados. Los murmullos de protesta forzaron a José Luis, el organizador, y a Gulab, el guía, a realizar gestiones telefónicas con el mayorista, que tras un largo rato concluyeron con la promesa de una visita al día siguiente a un templo en Mysore que no figuraba en el programa.
Sin embargo, no supimos que había fallado. Salvo abrirse las venas no había mucho más que hacer, así que, resignados, iniciamos el regreso al resort. Pero el disgusto estaba justificado: habíamos hecho doce horas de autobús para ver animales en este parque nacional, ese día habíamos madrugado y después fueron dos horas de autobús, entre ida y vuelta, para semejante fiasco. Evidentemente, había alternativas más atractivas y rentables en relación esfuerzo/resultado.
Sin embargo, no supimos que había fallado. Salvo abrirse las venas no había mucho más que hacer, así que, resignados, iniciamos el regreso al resort. Pero el disgusto estaba justificado: habíamos hecho doce horas de autobús para ver animales en este parque nacional, ese día habíamos madrugado y después fueron dos horas de autobús, entre ida y vuelta, para semejante fiasco. Evidentemente, había alternativas más atractivas y rentables en relación esfuerzo/resultado.
Por el camino, para ampliar horizontes, paramos en un pueblo situado en la ruta y recorrimos su calle principal durante una hora. Era domingo pero aún así estaba muy animado y los comercios abiertos. Entramos en algunos y observamos con interés la vida de los indios y sus costumbres comerciales, todo ello bajo un fuerte calor.
Y también pusimos a prueba la cámara subacuática de Álvaro, que ya habíamos utilizado en Nueva Zelanda.
La tarde tenía programada una visita a los campos de té que rodean el resort. Aparte de su interés agrícola, desde el punto de vista paisajístico fue un verdadero placer, con laderas de montes cultivados, poblados de plantas de té en una sucesión inacabable de setos.
Un experto en la materia, empleado del resort, nos acompañó para explicarnos el sistema de cultivo del té, y también del café.
Relató al grupo el proceso de recolección, como se lleva a cabo, que la fábrica está allí cerca, y como trabajan las mujeres que lo recogen a destajo, a las que vimos regresar, entre ellas la de la foto superior.
También aclaró nuestros temores cuando vimos a vacas entre los setos. Explicó que no les gusta la planta del té y que se limitan a rozar las hierbas que crecen junto a ellas sin causar daño alguno.
Pasamos allí un buen rato, subiendo y bajando pendientes y disfrutando del momento y, sobre todo, del paisaje.
Con el ánimo elevado tras este buen rato regresamos al hotel para la cena. El resort realmente era agradable, aunque con problemas con la wifi debido quizás a su aislada situación.
Desde luego, concluimos que pasear por los campos de té puede tener efectos terapéuticos y que es un gozo para los sentidos.
Tras ello, regreso al hotel para la cena y prepararnos para ir al día siguiente a Mysore, la siguiente etapa. En el resort, mucha gente aprovechó para recibir masajes ayurvédicos y algunos nos acercamos a un salón donde hubo un sencillo espectáculo de baile y algún juego. Beni y Esther se lanzaron a bailar y no les salió mal, como se puede comprobar en el siguiente video.
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